miércoles, 29 de junio de 2011

Me lo tiro


A veces viene bien evadirse del mundo, abandonarse en pensamientos propios y hacer un repaso de uno mismo; por eso de evitar hacer aquello que criticas.
No todo se hace bien. No siempre se tiene la reacción correcta ante una situación, o simplemente no salen las palabras adecuadas. A veces brota una risa cuando no debe, y otras no se puede ocultar aquello que se pretende – como cuando comes algo que no te gusta en casa ajena. No lo intentes, se nota, lo saben. – Esa es la imprevisibilidad (idiota por otra parte) humana, que hace que haya momentos en los que nos caeríamos mal a nosotros mismos si fuésemos el Alter (forma 1 de dar uso a Teomerder de la Comunicación). Cosa que es físicamente imposible (quien haya probado astralmente que me lo cuente y ya añado), así que es una tontería lo anterior.

Yo tengo mis métodos. Hay días que me gusta ir a la playa y sentarme mirando al mar, pero observándome a mí. Con esa sensación de empane que también da al ver la tele - ¿qué ha dicho? – no sé no estaba esuchando, u know .Es como si la brisa de levante entrase dentro al inspirar y se impregnara de todo aquello sobre lo que debo reflexionar, para salir cuando expiro y mostrármelo en forma de ola que rompe en la arena.
En ocasiones son olas calmadas que tímidamente llegan a la orilla y, divertidas, juegan con aquellos que no se quieren mojar los pies. Otras veces, sin embargo, derrumban el castillo de un niño llevándose de vuelta su pala y su cubo.
Pero no siempre me llevo yo la pala. A veces me convierto en ese niño al que le han quitado su palita; que se queda en pie, solo frente a la orilla, mirando cómo la marea arrastra en dirección opuesta aquello con lo que ha construido su fortaleza. Como ese niño, en cueros y con gorrito, sintiéndose diminuto ante la fuerza natural que se lleva su herramienta. Igual que él, que no sabe ahora bien qué hacer ante la tragedia, que mira a uno y otro lado con su boquita abierta y sin saber bien qué decir, que mueve sus bracitos arriba y abajo sin saber bien qué señalar o qué coger, que patalea en el suelo al darse cuenta del miedo infernal que le produce entrar al agua y coger su pala. Ese niño que se siente triste por no haber sabido reaccionar y haberse quedado sin su juguete; que se imagina ahora, valiente, empuñándolo como un tridente y con los tobillos mojados. Que sabe que hay muchos más aunque solo quiere el suyo, y se lo ha dejado quitar. Ese que se resigna ya a darlo por perdido. 
Pero tranqui, peque, que siempre entra alguien y trae tu palita de vuelta.

Estoy intensa, así que para compensar añado como guinda el temón “me lo tiro” de Berto&TheBorderBoys. 


Ahí queda.

lunes, 6 de junio de 2011

El comienzo

[5-06-2011]

El pantano del Guadalmellato está entre las localidades de Alcolea y Obejo, en la provincia de Córdoba. El acceso es, hoy por hoy, limitado y difícil. Una carreterita mal asfaltada y a la que le sobran curvas bordea, aunque a mucha distancia, el embalse. Antes, era mucho peor. Cerca se encuentra el río Guadalbarbo, y ambos están en la cuenca del Guadalquivir.
En lo alto de un pequeño cerro, de los más bajos y cercanos al agua, hay unas ruinas. Dos grandes pilares de hormigón armado continúan de pie. El resto se ha dejado vencer por el paso del tiempo, y se amontonan los ladrillos rotos junto a las jaras, que ya brotan por todas partes. A pesar de lo ruinoso, aún se ven partes bajas de las paredes que formaban las salas: a dos alturas, cuatro grandes habitaciones constituían la que fue aquella casa. Allí, hace hoy 83 años, nació ella.
Un poco más allá, de espaldas al pantano y pegado a un camino de tierra, se encuentra un dintel caído. La parte más grande aún conserva dos azulejos, ya rotos y desgastados, de un estilo muy típico andaluz, blanco y azul. Lo que un día fue la entrada principal, son hoy un montón de piedras rotas y mohosas. Nada más asomarse, y girando un poco la cabeza hacia la izquierda, se ve el pantano. Una de las vistas más bonitas.
Desde ahí se puede ver, perfectamente, el centro del embalse que forma el conjunto de colas. En él, se encuentra el morabito, un merendero que mandó construir Alfonso XIII para la inauguración del pantano. Más tarde, y sin tanta gracia, Franco iría allí a cazar patos. Unas columnas forman un círculo de no más de 10 m2, y se juntan mediante arcos que bien podrían recordar a la mezquita de Córdoba. Luce un color amarillento, la pintura se ve desgastada. Hace 77 años, fue rojo. Así es como lo recuerda, como lucía cuando la llevaron a verlo de cerca. Pero esa es otra parte de su historia, que yo hoy he comenzado a contar.