martes, 31 de enero de 2012

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No dejes de mirar a la luna –le dijo- sobre todo ahora en otoño que debido a los cristalitos de hielo tiene a veces ese halo tan mágico.

Echaba de menos el mar, su mar. Echaba de menos la humedad que éste, junto con el sol, creaba en el ambiente y hacía traspirar a su piel. Echaba de menos que formara parte de su día a día, verlo todas las mañanas a través de las ventanas del autobús. Le faltaba una mitad que se había quedado allí, con él, y que seguía contemplando desde lejos el movimiento de sus olas. “No dejes de mirar a la luna”, se repetía.


viernes, 27 de enero de 2012

Qué ricos están los benitos


He oído muchas veces lo de que la vida son etapas. Yo estaba de acuerdo, hasta hace poco.
Una etapa es una fase de un desarrollo con unas características propias. Una situación delimitada con un principio y un final, con un momento anterior y otro posterior. Es una jornada en ciclismo, un período en la historia, un tramo en el camino. Es aquello que estudian las ciencias evolutivas, ‘por etapas’ significa gradualmente. Los militares llaman etapa a la ración de comida que se da a la tropa en marcha. Etapa es una empresa telefónica, y también la parte de un proceso técnico. Una etapa es una tapa con una e delante. Para Pedro J. sería terrorismo y una pa.
Dicen que la vida son etapas. Lo decía Labordeta, y eso engorda mucho el “dicen”.

No hay definición que diga que un conjunto de etapas es la vida. Así que yo no me lo creo. La vida es una etapa, mi etapa, tu etapa. Solo una, y está para vivirla. O quizá no.

martes, 10 de enero de 2012

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Leía a Neruda sentada en el parqué, envuelta en una manta, recostada sobre un cojín, con las piernas flexionadas para apoyar la vieja edición del libro en sus muslos y poder refugiar la mano tras pasar de página.
Bajo las ropas, jugueteaba con un cabo de lana suelto procedente de unos gruesos calcetines que fueron su regalo un par de navidades atrás. Al lado, en el suelo, el envoltorio de una tableta de chocolate puro de la que solo quedaban algunas virutas esperaba a ser arrugada y lanzada a la basura, donde yacía una botella de vino sin contenido.  De fondo, Silvio Rodríguez hablaba, bajito, de dos amantes.
Era uno de esos fríos días de invierno en los que hubiese preferido no despertarse. A veces soñaba con hibernar, como los osos, para que los días grises no nublaran también su ánimo.
Leía tranquila, saboreando las palabras que ya se sabía de memoria desde hacía algunos años. La encuadernación estaba muy desgastada y las amarillentas páginas se hacían difíciles de separar. Había sido un regalo para su madre, fruto de un amor que resultó ser pasajero y que ella había robado al descubrir cuán profundo le llegaba ese tal Pablo. Con el tiempo, lo mantuvo oculto y no confesó su delito. Tampoco su madre pareció darse cuenta de la falta. Solía detenerse en la dedicatoria, escrita en letra muy larga y cursiva, con un tono pasteloso que en nada se parecía a las páginas siguientes pero que aún así le gustaba. Formaba parte de la obra, era su poema 21.
Esa tarde, eran las letras impresas de sus versos favoritos las que tiritaban, aunque no tan azules ni tan lejos.