Leía a Neruda sentada en el parqué, envuelta en una manta, recostada sobre un cojín,
con las piernas flexionadas para apoyar la vieja edición del libro en sus
muslos y poder refugiar la mano tras pasar de página.
Bajo las ropas, jugueteaba con un cabo de lana suelto
procedente de unos gruesos calcetines que fueron su regalo un par de navidades
atrás. Al lado, en el suelo, el envoltorio de una tableta de chocolate puro de
la que solo quedaban algunas virutas esperaba a ser arrugada y lanzada a la
basura, donde yacía una botella de vino sin contenido. De fondo, Silvio Rodríguez hablaba,
bajito, de dos amantes.
Era uno de esos fríos días de invierno en los que hubiese
preferido no despertarse. A veces soñaba con hibernar, como los osos, para que
los días grises no nublaran también su ánimo.
Leía tranquila, saboreando las palabras que ya se sabía de
memoria desde hacía algunos años. La encuadernación estaba muy desgastada y las
amarillentas páginas se hacían difíciles de separar. Había sido un regalo para
su madre, fruto de un amor que resultó ser pasajero y que ella había robado al
descubrir cuán profundo le llegaba ese tal Pablo. Con el tiempo, lo mantuvo
oculto y no confesó su delito. Tampoco su madre pareció darse cuenta de la
falta. Solía detenerse en la dedicatoria, escrita en letra muy larga y cursiva,
con un tono pasteloso que en nada se parecía a las páginas siguientes pero que
aún así le gustaba. Formaba parte de la obra, era su poema 21.
Esa tarde, eran las letras impresas de sus versos favoritos
las que tiritaban, aunque no tan azules ni tan lejos.