martes, 10 de enero de 2012

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Leía a Neruda sentada en el parqué, envuelta en una manta, recostada sobre un cojín, con las piernas flexionadas para apoyar la vieja edición del libro en sus muslos y poder refugiar la mano tras pasar de página.
Bajo las ropas, jugueteaba con un cabo de lana suelto procedente de unos gruesos calcetines que fueron su regalo un par de navidades atrás. Al lado, en el suelo, el envoltorio de una tableta de chocolate puro de la que solo quedaban algunas virutas esperaba a ser arrugada y lanzada a la basura, donde yacía una botella de vino sin contenido.  De fondo, Silvio Rodríguez hablaba, bajito, de dos amantes.
Era uno de esos fríos días de invierno en los que hubiese preferido no despertarse. A veces soñaba con hibernar, como los osos, para que los días grises no nublaran también su ánimo.
Leía tranquila, saboreando las palabras que ya se sabía de memoria desde hacía algunos años. La encuadernación estaba muy desgastada y las amarillentas páginas se hacían difíciles de separar. Había sido un regalo para su madre, fruto de un amor que resultó ser pasajero y que ella había robado al descubrir cuán profundo le llegaba ese tal Pablo. Con el tiempo, lo mantuvo oculto y no confesó su delito. Tampoco su madre pareció darse cuenta de la falta. Solía detenerse en la dedicatoria, escrita en letra muy larga y cursiva, con un tono pasteloso que en nada se parecía a las páginas siguientes pero que aún así le gustaba. Formaba parte de la obra, era su poema 21.
Esa tarde, eran las letras impresas de sus versos favoritos las que tiritaban, aunque no tan azules ni tan lejos.

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